09 Abr Muerte de Manolete
el día de la Muerte de Manolete
Es una tarde de calor y silencio de un 28 de agosto de 1947. Linares. Era imposible de imaginar que ese día iba a terminar un mito y nacer una leyenda. Nadie esperaba la muerte de Manolete.
Cartel de la muerte de Manolete
Gitanillo de Triana, como cabeza de cartel, Manolete y Luis Miguel Dominguín. Toros de Mihura. Todos ellos terminarían siendo los testigos de la muerte más famosa del mundo del toreo: la muerte de Manolete
El sol se oculta tras los montes, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados. En el ruedo, la arena arde bajo el paso firme de un hombre cuya figura destaca entre todos. Manolete, el torero que desafía al destino con cada lance, con cada pase que traza con su capote y su muleta, como un poema en movimiento.
El toro Islero
En frente, con casta y bravo, Islero. Un Mihura de 459 kilos. No muy grande. Algo veleto. Entrepelado y bragado. Luce el 21 en el costillar y es el quinto toro de la corrida. El segundo del lote de Manolete.
En el callejón, Rafael Vega de los Reyes «Gitanillo de Triana II» y Luis Miguel Dominguín miran al diestro de la figura enjuta y sonrisa triste, que parece sacado de un cuadro del Greco. El primero debería haber sido el que estuviera en el ruedo en ese momento. Pero los apoderados de Manolete y el suyo, intercambiaron los lotes.
Manolete, Islero. Frente a frente
El torero respira. Mira los dos ojos de un negro líquido de toro de lidia. Arma el brazo para el volapié. Cara flaca, mejillas hundidas. Pensamientos valerosos secos y austeros, como su arte. Torero figura, de un antes y un después. Acaloradas charlas, denostado y amado. Fiel a sí mismo y a su triste perfil.
Manolete, con su capote en mano, se preparaba para el encuentro con Islero; el instante donde el destino y la bravura se entrelazarían en un abrazo mortal. Islero, con la mirada fija en su enemigo, esperaba el momento de la lidia, el momento donde demostraría su poderío y su indomabilidad. Tres verónicas de cartel, hicieron enloquecer al público. Manos bajas, temple, mirada adusta y el toro entrando al trapo con recorrido. Aplausos infinitos…
Tres varas, tres pares de banderillas. Uno de los picadores de Manolete fue llamado al orden por cargar en exceso la suerte. Los banderilleros, todos, fueron puestos en apuros por el Mihura. Manolete, torero serio, enjuto, con su triste figura, coge la muleta
El silencio se hizo palpable en el ruedo, solo roto por el suave murmullo del viento y el latido acelerado de los corazones que aguardaban el desenlace. Manolete, torero siempre, e Islero se enfrentaron entonces en un duelo eterno, donde el hombre y la bestia se fusionaron en un único ser, en una única voluntad que desafiaba al destino y a la muerte misma.
Cinco naturales de profundidad, largos y templados. Otra nueva serie que levanta nuevos aplausos y vítores. Algunos molinetes de rodillas y las manoletinas que no podían faltar. Cuatro en total. Algún ayudado por alto, otro de desplante… Los pases fluían con una elegancia trágica, con una belleza que solo ese torero podía brindar. Manolete, con su temple y su maestría, dominaba cada embestida, cada embate del toro, como si danzara con la muerte misma. Pero Islero no cedía, no claudicaba ante la destreza del torero, y embestía con una ferocidad indomable, con una furia que desafiaba incluso a los dioses.
El momento cumbre llegó cuando Manolete, en un lance de pura poesía y valentía, se enfrentó cara a cara con Islero, rozando su hocico con la punta de su muleta, desafiando al toro con la mirada serena y el alma en vilo. Fue entonces cuando el destino, caprichoso y cruel, decidió intervenir.
Se hizo el silencio en la plaza. En la suerte natural, Islero esperaba y Manolete, torero serio y tranquilo, alzaba el estoque. El torero entró a matar a volapié, con la muleta en su cintura. Islero embistió con una fuerza descomunal, empitonando al diestro en la ingle durante varios segundos, alcanzando a Manolete en un instante de fatalidad. El torero cayó al suelo, herido de muerte, mientras el público, atónito y conmocionado, contemplaba la tragedia que se desplegaba ante sus ojos.
Manolete, torero de hechuras y cánones, entró a matar muy despacio. El toro se arrancó con fiero impulso, digno de su casta. El pitón de Islero le corneó en el muslo derecho, perforando el triángulo femoral e interesándole la arteria femoral y otros vasos sanguíneos de la ingle derecha. Antes de que Islero muriera finalmente, intentó cornear al herido Manolete algunas veces más. Antes de morir, Islero, el toro que mató a Manolete, parecía erguirse majestuoso, desafiando con su mirada y sus pitones ensangrentados, afilados como puñales. El resto, ya queda para la posteridad. Entre ambos, Manolete, torero siempre, e Islero el toro que mató a Manolete, ya existirá una conexión ancestral, una danza mística de vida y muerte que solo los iniciados en los secretos del toreo podían comprender.
Manolete, torero de Leyenda
Manolete, el torero que desafió al destino con cada lance, encontró su final en el ruedo, en un acto de valentía y pasión que quedó grabado en la memoria de todos los que presenciaron aquel fatídico encuentro. Y Islero, el toro que desafió al hombre con su bravura indomable, se convirtió en un símbolo de la imprevisibilidad y la tragedia que acecha en cada tarde de corrida.
Manolete e Islero, no solo se han convertido en un mito, sino en la misma simbología que encierra el arte de la tauromaquia; tragedia y belleza. Vida y muerte. Triunfo, gloria y muerte…